sábado, 31 de octubre de 2015

Pintando la resistencia



Por Luis R. Carrera

Han pasado 4 años desde que me trajeron de esas costas de Panamá y 6 desde que me sacaron de mi lugar de origen. Todavía está grabado en mi memoria el momento en que esos hombres armados nos sacaron a la fuerza de las majestuosas tierras Ndongo, donde combatíamos duramente bajo el mando de nuestra reina Nzinga, para obligarnos a trabajar a su servicio. Muchos de mi pueblo y de otros tantos murieron dentro de esos barcos en los que nos tenían apresados y los que sobrevivimos resistimos todo lo que pudimos pero fue su armamento el que terminó decidiendo nuestra suerte. Aún hoy quedan algunos con vida, condenados a servir a aquellos que se dicen superiores sin comprender aún la razón de tan horrendo castigo. yo aún no lo comprendo pese a que pasé tanto tiempo en esa condición hasta que pude obtener la libertad, aunque a costa de mi salud. Nunca pensé que una enfermedad resultara tan beneficiosa como lo fue el día que me dejaron a mi suerte por esa bendita fiebre amarilla. Me llaman Benito pero en realidad soy Pedro, nombre que me dieron antes de llegar aquí. Mi verdadero nombre lo guardaré para mí y los míos pues sería un esfuerzo vano el querer que los demás apenas lo puedan mencionar sin rastro alguno de sorna o malicia.
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Mientras trato de construir mi porvenir en esta Ciudad de los Reyes, me queda al menos la dicha de poder estar con los míos en Pachacamilla. Hace unos meses que levantamos una cofradía en estos terrenos por encontrarse alejada del tumulto de la Plaza y de las injurias de los blancos. Gracias al apoyo de esclavos y libertos tenemos ahora espacio que por más humilde que les pueda parecer a los criollos y demás, nos permite expresar la alegría que en sus casas nos está prohibido sentir pues sus ínfulas no la aceptan y tratan de envalentonarse con amenazas pero sé que en el fondo de su alma, vernos altivos y llenos de vigor es el mayor de sus miedos. Para suerte nuestra casi no los vemos por las calles aledañas a la cofradía, excepto cuando algún sacerdote viene a supervisar lo que estamos haciendo.  En este lugar estamos reunidos congos, mandingas, mbundus como yo, mozambiques y hasta terranovos, como los llaman por aquí, quienes entre todos olvidamos nuestras diferencias y tratamos de conocernos mutuamente para tratar de ser una sola fuerza en esta tierra aún extraña para muchos de quienes habitan este espacio. Pese a ser grande la variedad de pueblo que confluyen en la cofradía, los blancos insisten en afirmar que somos lo mismo y que además carecemos de alma. ¿Es que acaso es tan difícil distinguir un congo de un mandinga? No eran tan superiores y desarrollados como creen, después de todo.

El problema de no estar tan alejados como quisiéramos de la ciudad es que en ocasiones tenemos que soportar la injerencia de quienes son ajenos a nuestra cofradía. Muchas veces han venido párrocos que nos hacen ir a la misa a adorar a su Dios. Aunque he notado que en el momento del culto vienen personas que dicen ser notables y traen a a sus esclavos, teniendo estos un momento de descanso de las agotadoras jornadas que sus amos les imponen. No dejan que nos acerquemos a ellos en ese momento pero podemos conocerlos y hacerles saber que tienen un lugar a dónde venir en su momento de descanso; por lo que a pesar de que quisiera dejar de venir a estos encuentros con el Dios de los blancos, se podrían estrechar vínculos con los esclavos que no conocen nuestro reducto o no lo sé, tal vez es solo una de las tantas ideas que cruzan por mi mente en momentos como este. El párroco dice que podemos ir en paz; es hora, al fin, de volver a Pachacamilla.

Tiene que haber alguna manera de sumar fuerzas bajo ese culto al Dios de los cristianos sin necesidad de alejarnos de aquí por ir a la iglesia pues mientras más unidos estemos en el galpón, mayor será la resistencia que se pueda hacer. Trato de dejar un tiempo días para elegir alguna estrategia pero cada vez que retumban los tambores que alguno de nosotros se aventura a tocar en nuestras reuniones, algo en mi interior me llama a no decaer y continuar pensando en ello; lo he comentado con los miembros más antiguos y recibí su aprobación por ser un posible camino para unificarnos, además de que afirman sentir lo mismo que yo al escuchar nuestra música. No queda duda que esos tambores tienen un poder que solo los negros podemos percibir.
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Desde hace unos días ha nacido en mí el impulso de representar al Dios cristiano en nuestro propio galpón y al tratar de hallar la manera idónea de hacerlo conseguir algo de la pintura con la que arreglaron la iglesia, y algunas acuarelas, y empecé a recrear la imagen del Cristo crucificado que vi en la misa; actitud que aún me sorprende pues mi conocimiento en estas artes es por demás escaso pero con toda esta limitación, algo me llama a tomar los pinceles y comenzar, aunque sigo sin entender ese afán que los blancos tienen de enaltecer la imagen de su Dios derrotado, sufriendo y al borde de la muerte. Me está quedando tan igual como el que hay en la iglesia pero siento que esta imagen necesita algo, mas, algo que se diferencie de las otras representaciones y que al mismo tiempo se acerque a lo que somos nosotros, pues el Cristo que siempre vemos no lo sentimos del todo nuestro como los otros lo tratan de hacer ver entre los nobles y sus demás iguales, y creo haber encontrado la esencia que buscaba.
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Luego de un arduo trabajo, nuestro Cristo negro está listo. Tenía que ser una imagen como esta pues pese a que el Santo Oficio no se mete con nosotros, siempre es bueno hallarnos lo más lejos posible de alguna de sus injuriosas acusaciones de herejía. Pero lo que ahora importa es que mi obra está terminada y ni la presencia de algunos extrañados que vinieron a supervisar lo que hacía pudo interrumpir esta hermosa pintura. En el galpón todos aprueban mi creación y su alegría es tan inmensa que vuelven a retumbar los tambores, esta vez sin temor a que los blancos nos escuchen. He encontrado el sentido de la pintura: El ser un Cristo negro ha hecho que nos identifiquemos con su forma, pues lo vemos como un miembro más de la cofradía y ese vínculo que se ha establecido nos impulsa a adorar también a nuestros dioses. Esa es la unión en la que estuve pensando por mucho tiempo y hoy es posible.
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No me siento bien. Creo que nunca llegue a curarme del todo de esa fiebre amarilla porque el momento por el que estoy pasando me hace pensar que aún conservo secuelas de la enfermedad, o quizá es otro mal que haya adquirido porque lo que siento me debilita pero no es tan apabullante como la fiebre. Todos esta  preocupados por mí pero yo les digo que no po, hagan porque no es tan grave y así lo siento; hay debilidad mas no dolor. Es más, en este momento creo ver una luz que cae del cielo directo hacia mí. ¿Será Oggun? ¿Será Changó? ¿Será el Dios de los cristianos? Quien sabe, yo solo me dejaré alumbrar por esa aura que me da una paz que ni aquí con los míos he podido sentir. Mi cuerpo no da para más, voy desfalleciendo y debería estar aquejado por la angustia pero no. Con las pocas fuerza que me quedan veo la imagen del Cristo negro y siento, que me dice que está bien, que debo partir y así lo haré. Me queda la tranquilidad de haber podido concluir mi obra y creo percibir que aquí será cuidada como en ningún otro lugar. Adiós hermanos de la cofradía. Adiós Pachacamilla.




lunes, 12 de octubre de 2015

Palmas para el grumete



Por Luis R. Carrera

Hay personas cuyos actos terminan siendo determinantes en algún momento del devenir de un pueblo o incluso de un país y su nombre queda marcado para siempre en el imaginario popular y registrado en los archivos nacionales. Muchos de estos personajes reciben el calificativo de héroes y su legado se mantiene con el paso de los años. Del mismo modo, hay quienes pese a haber sido partícipes de un hecho clave en la historia de una nación y su nombre se entremezcla con aquellos que alcanzaron mayor magnitud y finalmente desaparecen del recuerdo de todos y lo que es peor, la historia hace poco o nada por evitar que aquello suceda.
Eso fue lo que sucedió con el personaje que a continuación mencionaré, quien compartió un momento histórico con el más grande héroe de la marina peruana pero que a diferencia suya, el nombre de este otro defensor de la patria casi no está registrado en la llamada historia oficial, la cual tiende a dejar de lado muchos nombres de personas que a pesar de haber participado en varios acontecimientos trascendentales para el Perú, esta historia los considera poco o nada importantes para las generaciones futuras.
Aquella víctima de esta “historia oficial” fue nada menos que Alberto Medina Cecilia. "¿Quién?" dirá usted. Pues este hombre fue un tripulante del célebre Monitor “Huascar” durante la campaña marítima de la Guerra del Pacífico en 1879, actuando bajo las órdenes del almirante Miguel Grau Seminario.
Nacido en el primer puerto allá por 1862, desde muy joven tuvo la vocación de unirse a la Marina y con tan solo 17 años decidió servir a su patria, en contra de lo que opinaban sus familiares y entorno cercano, zarpando junto con marineros, tenientes, capitanes y demás a una de las embarcaciones más emblemáticas de nuestra historia naval con el rango de grumete es decir, como un aprendiz de marinero que apoyaba a la tripulación en todas sus operaciones y faenas. Es por este cargo asignado que para el futuro sería conocido como el Grumete Medina.
Una vez a bordo del “Huascar”, Medina fue designado al batallón “Constitución” en el que fue agrupado junto con otros grumetes, negros al igual que él, quienes estarían bajo las órdenes de Grau durante toda la campaña.


Luego del arduo Combate de Iquique, en el que nuestro afamado monitor salvó el honor de la fuerza naval peruana en desmedro de haber perdido al “Independencia”, y de exitosos ataques a las bases marítimas chilenas, el monitor sufrió la emboscada liderada por el “Cochrane” y el “Blanco Encalada” en Punta Angamos aquel fatídico 8 de octubre de 1879. Medina fue testigo de la muerte de Grau, Elías Aguirre, Diego Ferré, etc., para luego ver cómo la embarcación a la que había servido caía en poder del enemigo, finalizando así la campaña naval. Medina y y otros grumetes sobrevivieron al ataque sureño y se convirtieron en héroes de guerra pero lamentablemente, su recuerdo no perduraría como el de los caídos en combate, pese a la labor cumplida durante la guerra en la que fueron atacados tanto por el enemigo chileno como por los propios peruanos, quienes en un acto de claro racismo llamaban “chivillos” al batallón de grumetes, término que puede sonar algo ligero pero que denota una cuota no tan desdeñable de escarnio por el color de los valientes. Actitudes como esa a 58 años de constituida la república no era nada para lo que vendría años después.


Terminado el conflicto, fue homenajeado junto con el resto de su batallón por el gobierno y posteriormente fueron invitados en cada aniversario patrio al desfile militar en el que cada uno de ellos lucía con orgullo el uniforme de grumete usado en los combates en alta mar,  además de ser invitado a las reuniones de sobrevivientes del “Huascar” pero todo quedaba en eso. Ya entrado el siglo XX, Medina se hallaba trabajando como fletero y ya para ese entonces, muy pocos recordaban que durante la guerra con Chile existió un grupo de afroperuanos que participaron activamente del conflicto, tanto en el mar como en la infantería, y así se empezaría a borrar del recuerdo de la gente a esos valientes hombres que arriesgaron su vida por la patria con la misma lealtad de aquellos que sí fueron registrados en los libros de historia y en las evocaciones populares.
Solo antes de su muerte, aquel valeroso grumete fue nuevamente agasajado por la Marina y se le reconoció como Caballero de la Orden de Ayacucho y nuevamente elogiado por los servicios prestados a la institución, pero ya para ese entonces casi la totalidad de integrantes del batallón “Constitución” había partido de este mundo y eso facilitó de alguna forma las cosas para la ya mencionada “historia oficial” puesto que no había mucho interés, aparentemente, en inmortalizar a un grupo de subalternos de una embarcación que no tuvieron un cargo relevante a bordo de la misma, y peor en ese momento en que quedaban muy pocos sobrevivientes de ese grupo. Laureado por la Marina pero sumido en la pobreza, murió en 1948 a la edad de 86 años.
Afortunadamente hoy se viene realizando un loable trabajo por reconocer de manera póstuma a aquellos combatientes que no solo han sido marginados por los registros históricos sino que, además, fueron presentados en la miniserie Grau, caballero de los mares con un aspecto como del que gusta PromPerú para su "multicultural" publicidad, borrando descaradamente el aporte afroperuano en la Guerra del Pacífico.  Por ello es que hoy se vuelve primordial compensar los años de injusto olvido pese a lo importante de su accionar. 
Ante todo lo expuesto, no queda otra cosa mas que ponerse la mano al pecho y pedir al pueblo peruano unas palmas para el grumete. 



Referencias