jueves, 12 de diciembre de 2019

Lima y el “Monstruo”




Por Luis R. Carrera

Cuando el accionar nefasto de la justicia peruana se fusiona con los prejuicios raciales y el deseo de lucro de nuestra prensa, pueden generarse terribles consecuencias contra la vida humana. Fue lo que ocurrió en la Lima de los años 50, aquella Lima de nuestros abuelos, de la tradición, de las calles limpias, del criollismo, pero, al mismo tiempo, la Lima con pensamiento colonial, sometida a la voluntad de la oligarquía y, por lo tanto, garante de la permanencia en el tiempo del discurso que deja al de piel oscura en los peldaños bajos de la escala social. Esta fue la Lima que Jorge Villanueva Torres tuvo que enfrentar el tiempo que duró su martirio.

 


Todo cambiaría en vida de Villanueva la mañana del 7 de setiembre de 1954, día en que el niño Julio Hidalgo Zavala desapareció de su hogar, ubicado en el distrito de Barranco, para ser encontrado a los pocos días, ya muerto. Su cuerpo fue hallado en la quebrada de Armendáriz, área verde que marca el límite entre Barranco y Miraflores, e inmediatamente los padres del fenecido clamaron justicia. Mientras tanto, el hallazgo empezaba a ser comentado por todos los vecinos del lugar, quienes hicieron de lado sus comentarios acerca de la radionovela del día o sobre cómo era posible que Mariscal Sucre pelee el campeonato peruano para dirigir sus murmuraciones hacia el crimen recientemente cometido. La aparición de la policía y la empatía que generaron los padres del pequeño Julio entre la opinión pública fueron elementos suficientes para que todos llegaran a la misma conclusión: Había que encontrar al culpable.

 


A todo esto, hay que agregar un hecho que terminaría siendo determinante para que el hecho recale en toda la ciudadanía: La prensa peruana venía dando giros peculiares dentro de su función de informar. Es en esta década que el periodismo sensacionalista daría sus primeros pasos, siendo el diario Última Hora el abanderado de esta nueva forma de hacer periodismo, dejando de lado la formalidad de otros años y adoptando las expresiones populares de la Lima de mediados del siglo XX en sus titulares, acto que plasmaron exitosamente cuando informaban al país sobre los principales acontecimientos de la Guerra de Corea. Ese mismo ímpetu de informar al público en un lenguaje chabacano pero al mismo tiempo contundente, lo terminarían enfocando en este seguimiento del caso de la quebrada Armendáriz.

 


Es en estos días de agitación en las redacciones y hasta en la radio (los medios de mayor alcance para la gente de ese tiempo) sobre el crimen contra el niño Hidalgo que se da un hecho clave en las investigaciones. La policía contacta con un turronero de nombre Ulderico Salazar, quien afirmaba haber visto a la persona que mató al niño y acto seguido, armó un guión sacado de la más convencional miniserie de Michelle Alexander, el cual de inmediato fue tomado como cierto: Un hombre negro llevaba al niño de la mano y le compró uno de sus turrones para dárselo al pequeño. ¿Cómo es que a Ulderico se le dio por inventarse tamaña historia y por qué la proyectó aun tipo de persona en particular? Son preguntas que jamás obtendrán respuesta. Aun así, lo cierto es que apenas el vendedor dio la descripción del supuesto asesino, todo parecía cuadrar en el rompecabezas armado. Pero claro, cómo no se nos ocurrió antes, quién más podría ser capaz de tamaño crimen, si yo siempre he dicho que los negros no son de fiar, son gente de media mampara, solo con la pelota son buenos estos, qué esperamos, busquemos a todos los negros posibles que el caso ya está resuelto. Estas probablemente hayan sido las palabras que muchos integrantes del cuerpo policial de ese entonces enunciaron al interior de las comisarías.

Inmediatamente, Ulderico fue tomado por la policía y se le mostraron muchas fotos de personas con antecedentes policiales que se ajusten a la descripción brindada. Entre esas fotos se hallaba la del futuro protagonista de esta historia: Jorge Villanueva Torres, asiduo visitante (contra su voluntad, claro está) de muchas intendencias policiales, quien fue señalado por el turronero como el hombre que aseguraba haber visto. En tiempo récord, en parte por su afamado expediente policial, el flamante detenido fue ubicado (15 días después del crimen y luego de sendas redadas en barrios populares donde se arrestaron hombres negros pues por lo visto, el testimonio vacilante de alguien que comentó lo que le pareció ver era motivo suficiente para inculpar a la población afroperuana por un asesinato), detenido y llevado nuevamente a una comisaría y esta vez para nunca más salir, pues el ambulante ratificó su postura cuando lo tuvo al frente. La Lima de antaño quería un culpable y Ulderico se lo entregó. Capturado y ya confeso del crimen, según informó la policía a los medios, Jorge Villanueva Torres dejaba de llamarse de esa forma para la opinión pública, puesto que la prensa, siempre precisa cuando quiere destruir la imagen de quien se le antoje, lo merezca o no, lo bautizaba como “El Monstruo de Armendáriz”. La prensa sensacionalista se hacía presente en el caso con esta creación.

 


¿Pero quién era este “monstruo” que ahora cargaba con la responsabilidad de un crimen y que, además, recibía un nuevo nombre para la Lima de los prejuicios y tradiciones? Jorge Villanueva Torres fue un ciudadano de esta coronada villa nacido en 1919 en medio del espacio marginado y populoso de la capital peruana, donde fue testigo de cómo se lleva la vida en las zonas excluidas de la capital. Para mayores referencias acerca de este desdichado ciudadano, es necesario recurrir a lo investigado por el activista José “Cheche” Campos. Gracias a este estudioso de la negritud peruana sabemos, aparte de su año de nacimiento, que Villanueva Torres fue un virtuoso de la guitarra criolla y que en su juventud llegó a ser un graduado de la Fuera Aérea del Perú, galardones con los que hubiese triunfado sin problema alguno de no haber sido por un par de detalles de su persona. El primero fue su salud mental, tema que hoy está en boga en cualquier medio de comunicación, pero que en la Lima cincuentera, tan criolla y excluyente, era más que un tabú, por lo que ni amigos ni familiares tomaron con la seriedad del caso sus cambios de actitud. Estos problemas, sumado a su personalidad impulsiva, lo fueron llevando por otros caminos que nada tenían que ver con lo militar o lo artístico.

 


El otro detalle a resaltar fue su color, una característica que tendría que ser pasada por alto, pero así no funcionan las cosas en esta ciudad que arrastra, y sigue arrastrando, la rica carga cultural que el tiempo colonial nos dejó, la cual dicta que el andino agacha la cabeza casi como una reacción natural, que el negro solo sirve para el vicio y el baile y que el amazónico está no habido. Por tal motivo, Jorge Villanueva, fue mantenido en la marginalidad en el tiempo en que se alejaba de sus logros y por ese motivo fue señalado por aquel vendedor de turrones cuando se buscaba un culpable, pues pensó en una persona negra al momento de ser consultado por los hechos. Y fue en más negros en quienes pensó la policía en esa búsqueda del asesino. Pudo haber sido cualquiera de los afroperuanos detenidos durante las investigaciones, entre los que se halló el propio padre de “Cheche” Campos, pero entre todos ellos fue a Villanueva a quien le tocó recibir toda la culpa en lugar de aquel conductor que en el momento de enterarse de la condena al “Monstruo”, debió agradecer al cielo por vivir en una ciudad absorbida por el prejuicio y marcada por la división social del Virreinato.

Ahoya ya estaba todo consumado. Lima ya tenía su culpable, los diarios ya tenían sus portadas, las emisoras tenían un tema de qué hablar y el común de la gente, nuevo material para el morbo. Una vida era destruida en tiempo récord sin necesidad de redes sociales virtuales, pues a la Lima de nuestros abuelos, alegre, jaranera y excluyente, solo les bastaba una verdad a medias y un individuo con rasgos no blancos para dar rienda suelta a su rechazo por todo aquello que la República Aristocrática les inculcó como malo o inferior. Esta es la Lima que le tocó a Villanueva, como si no hubiese sido suficiente haberse alejado de sus virtudes, caer en el mundo del hampa y ser bautizado como “Torpedo” en las comisarías de la época. Esta misma Lima que lo acogía y presenciaba su declive, ahora le ponía una carimba simbólica que se traducía en la condena pública por algo que no hizo y por la que a partir de ahora lo convertía para siempre en el “Monstruo de Armendáriz”.

 


Todo había cambiado para “Torpedo”. A partir de ese año 1954 su vida transcurriría entre el Palacio de Justicia y la Penitenciaría de Lima. Atrás había quedado la bohemia, los atracos en tranvía y calles de Barranco; ahora tenía que llevar a cuestas el peso de una condena en la que no tenía indicios de culpabilidad. Pero esto no importó, pues todo estaba claro para jueces, vocales, periodistas y ciudadanía en general: Un negro vago y resentido había violentado a un inocente niño y tenía que ser juzgado por eso, para que quede un precedente en el resto de negros, que de seguro también son vagos y resentidos menos lo que juegan su pelota; estos sí hacían algo bueno. Este pensamiento guía de la Lima de antaño fue lo que determinó que la condena sea ratificada. Mientras tanto, el ahora llamado “Monstruo de Armendáriz” sufría una injusta prisión y, además, tenía que soportar el hostigamiento de la policía que prácticamente lo obligaba, por medio de torturas, a confesar el crimen. Es aquí que vuelve a entrar en escena Ulderico Salazar, el turronero iniciador de toda esta movida contra Villanueva, pues en los juicios posteriores a la captura del desdichado, le tocó estar frente al acusado que incriminó, ante quien se ratificó en su testimonio, hundiéndolo aún más y reforzando de esta manera el pensamiento limeño señalado líneas arriba.

 


De pronto, una luz de esperanza emergió para el condenado. El abogado sanmarquino Carlos Enrique Melgar decidió tomar el caso y defendió a Jorge Villanueva en los juicios que enfrentó. Fue así que con mucha audacia y un amplio conocimiento de las leyes, logró que se le quiten los cargos por violación (porque hasta esto le había adjudicado el aparato judicial de la Lima tradicional) al no haber pruebas y fue él quien plantea la tesis del atropello al guiarse del informe de la autopsia del niño, el cual señalaba las partes en las que fue golpeado, siendo de esta manera el discurso más razonable que se pudo oír en estos años de absurda sentencia, pues Melgar llegó incluso a poner al descubierto que la  confesión de Villanueva había sido forzada. Pero todo esto fe inútil. Este accionar tan razonable no iba acorde con el escenario cargado de prejuicio que la Lima de los 50 había armado y quería mantener, dado que, según el entendimiento de esta noble y bella ciudad, el culpable, un negro vago y resentido, ya había sido condenado y debía pagar. La filiación aprista de Carlos Enrique Melgar había pesado para que se le quite validez a su exposición. La suerte de Villanueva parecía echada.

 

Carlos Enrique Melgar



¿Y qué ocurría en la Lima del criollismo y la tradición mientras un inocente era injustamente condenado? Se vivían los últimos años del gobierno de Manuel Odría, el pueblo vivía acostumbrado a la mano dura de un enésimo régimen militar, la oligarquía aún vivía a plenitud gracias a la explotación de campesinos en sus haciendas, la ciudad recibía a la migración andina con la mayor hostilidad posible, la jarana la ponían Los Troveros Criollos y el público vibraba con los goles de Segundo Guevara y Valeriano López, las jugadas de Cornelio Heredia y las atajadas de Rafael Asca, afroperuanos considerados como elementos positivos por dedicarse al balompié. Esta Lima que añoraba el tiempo de los virreyes en secreto creía en todo lo que decía La Crónica o Última Hora, despreciaba al andino y que afirmaba que el negro dejaba de pensar al mediodía, fue la misma ciudad que reprodujo en todos sus confines la figura de Jorge Villanueva Torres ya convertido en “El Monstruo de Armendáriz, a quien le acuñaba todo lo negativo de la sociedad.

 


Pero como la Lima de los “buenos tiempos” estaba supeditada a instancias superiores, decidió encubrir un hecho que amenazó con cambiar el rumbo del país al momento en que se apresaba al “Monstruo”. Era agosto de 1954 y la dictadura odriísta ya se hallaba en decadencia, momento que fue aprovechado por el general Zenón Noriega, quien formó parte de una conspiración contra el presidente para darle Golpe de Estado. Noriega sería puesto al descubierto para luego ser depuesto de su cargo y enviado al destierro. Todo este proceso ocurría por los días en que Jorge Villanueva se convertía en el “Monstruo de Armendáriz”, por lo que este caso se convirtió en la cortina de humo perfecta para ocultar que el Ochenio de Odría estaba en crisis y con claras señales de debilidad. Así, la condena al “Monstruo” pasaba de ser un simple generador de morbo a volverse una estrategia nacional para cubrir las falencias del gobierno militar en curso. El país entero le daba la espalda al pobre Villanueva.

 

Zenón Noriega

Mientras tanto, la Lima añorada se encargaba de explotar su propia creación, especialmente durante los juicios contra Villanueva, pues el poco tacto de este para canalizar su indignación traducida en agresiones a jueces y vocales, era transmitido a la opinión pública como muestras de salvajismo cuando solo se trataba de la molestia de un hombre que veía cómo el aparato judicial hacía lo que le venía en gana con su vida. Pero ahora la ciudad de los valses, los anticuchos, los ranfañotes y los actos discriminatorios pasaba a un siguiente nivel en el que incitaba a que se aplique la pena capital en el caso, pedido que hallaba eco en los limeños mazamorreros de la época, debido al ímpetu con que la Lima bohemia proclamaba su pedido judicial. La opinión pública se agitaba de una forma similar a los capitalinos del siglo XVII cuando se efectuaban los autos de fe, solo que ahora no había un Tribunal del Santo Oficio que azuce a la población. Su lugar había sido tomado por la novel prensa sensacionalista que elaboraba los titulares más impactantes para asentarse en el mercado nacional. Era de esta forma en que Última HoraLa CrónicaLa Prensa entre otros diarios, obtenían buena parte de sus ganancias de la desgracia del “Monstruo”, porque mientras más veces anunciaban este nombre en sus rotativas, más ejemplares lograban vender. La vida de Jorge Villanueva era no solo materia de chisme y encubrimiento de noticias nacionales, sino que ahora se convertía en la fuente de riqueza del periodismo insensible y mercenario. Todos ganaban con la figura del “Monstruo”, menos el “Monstruo”.

 


Fue así que llegó el 8 de octubre de 1956. Aquel día la presión de una población que se había nutrido de la prensa ya descrita parecía ejercer influencia sobre la Corte Suprema, que en un intento de contentar a las multitudes dictaba sentencia sobre Villanueva, condenándolo a la pena de muerte por el delito de homicidio, consagrando de esa forma la más grande injusticia del siglo XX en la capital peruana. Pero no importaba eso, el caso ya estaba resuelto tal cual lo dictaba la Lima de antaño, la Lima pregonera, tradicional, costumbrista, conservadora, morbosa y excluyente. La respuesta del condenado no podía ser otra: Fue directamente contra los magistrados, al punto de que tuvo que ser maniatado a la fuerza. Aun así, pudo insultar a los jueces (con todo el derecho del mundo), romper las lunas del tribunal y exclamar con la voz ya quebrada: “¡Yo he cometido muchos delitos, he sido un hombre malo, pero este crimen no me pertenece!” Porque sí, antes de pasar por este suplicio, Jorge Villanueva era conocido como “Torpedo” y ya inmerso en el hampa asaltaba en los tranvías y en las calles barranquinas, mas nada de esto justificaba una sentencia de muerte por un crimen sin comprobar. Carlos Enrique Melgar reclamaba que no se podía dictar tamaña sentencia solo con indicios y además, había desbaratado los argumentos del turronero Ulderico. Pero fue inútil. El fervor de las calles y la militancia aprista del abogado le terminaron de jugar en contra al mal llamado “Monstruo”. Ya nada podía librarlo de su destino.

 


Los meses siguientes fueron una angustia constante para el “Monstruo”, quien ya estaba resignado a lo que le venía. Había intentado suicidarse sin éxito y distintos capellanes, por medio de la confesión, lo inducían a admitir el crimen. Hasta la iglesia lo había abandonado. Es por ello que hoy es más que necesario reivindicar la figura de Villanueva, pues si bien es cierto que ya lidiaba con lo delincuencial antes de pasar por este calvario, terminó siendo un hombre completamente excluido y marginado, abandonado y señalado por todos, cuya desgracia sirvió para beneficiar rotativas de prensa, programas de radio, vecinos chismosos y hasta al gobierno de turno que utilizó esta historia a su favor, en tanto que la única persona que quiso defenderlo fue minimizado por su militancia política. En suma, Jorge Villanueva Torres vivió un drama originado por la suma de todos los aspectos que le dieron a la Lima de nuestros abuelos ese toque morboso e hipócrita del que aún en estos tiempos hace gala, ahora repotenciada con personajes influyentes (pero no por eso dignos o ejemplares) y plataformas virtuales que los avalan y nos dictan sobre qué opinar, del mismo modo en que Última Hora lo hacía con esta condena. Por tal motivo, al buen Jorge, ya con todo en contra tanto en lo legal como en lo social, solo le quedaba esperar el día de su ajusticiamiento.

 


Y ese momento llegó el 12 de diciembre de 1957. Pasadas las 5 de la mañana, Villanueva era sacado de su celda y llevado al patio de la Penitenciaría de Lima, ubicada donde hoy en día se erigen el Hotel Sheraton y el Centro Cívico. Ahí ya había sido levantado el madero en el que sería puesto y además, ya estaban en sus lugares el juez instructor, un escribano, los vigilantes del penal, los 8 soldados que lo ultimarían y muchos otros a quienes la curiosidad los invadió. El ansia de morbo en su máxima expresión. Horas antes de esta “ceremonia”, había enviado a través de su abogado una carta a su hijo y luego de eso, pasó la peor noche de su vida, en la que probablemente haya vuelto a maldecir a aquellos que lo metieron en este hoyo, a despreciar por completo al decadente sistema de justicia e intentar asimilar que su aspecto y su color determinaron su situación con mayor peso que cualquier alegato judicial. Quizá haya recordado también las noches de jarana que pasaba guitarra en mano, los atracos en los tranvías, las veces que entraba y salía de las comisarías o quizá cuando se preparaba para ser aviador. Todo esto quedaba en el pasado pues ahora estaba siendo atado a un palo frente a los 8 soldados que alistaban fusiles.

Pero Jorge, sabiéndose inocente, demostró que, pese al abandono, el prejuicio y la condena mantenía su posición, lo único que no pudieron arrebatarle, y le exclamó al juez: “¡Usted es culpable de mi muerte!” y cuando los soldados ya le apuntaban aún con más fuerza dijo: “¡Soy inocente! ¡Yo perdono, pero a él…!”, momento en que su reclamo se corta pues el “Monstruo” ya ha caído. Fueron 8 balas que no solo significaron la muerte de Villanueva; fueron también una evocación a aquellos descendientes de la Diáspora africana que también sufrieron injusticia en suelo peruano. Cada bala parecía revivir el recuerdo del ajusticiamiento a Francisco Congo, a Lorenzo Mombo, la censura a José Onofre de la Cadena y el fusilamiento de León Escobar. Todos ellos, ahora a junto a los Orishas, sufrieron desde el cielo el abuso contra esta víctima del morbo, racismo y mediatismo capitalino. 

 


Días después del asesinato, el diario Última Hora, el mismo que había destruido la imagen del ahora fenecido acusado, reescribía parte de su información insinuando que podía ser inocente, mientras que La Prensa señalaba, recién, las contradicciones de Ulderico. Si algún espacio con injerencia en todo este entuerto no perdió nunca, ese fue la prensa sensacionalista, tan nociva como ingeniosa al momento de llegar a los kioskos y al subconsciente de quienes lean esos llamativos titulares que años más tarde alcanzarían su máximo nivel de decadencia cuando se entregaron por completo a cierto ex asesor presidencial, pero eso ya es otra historia.

Es por todo lo dicho en estas líneas que es necesario volver a sacar a la palestra el recuerdo del llamado “Monstruo de Armendáriz”, no con la intención de vilipendiarlo como en su época, sino para mantener vivo el recuerdo de un personaje olvidado por nuestra historia pese a todo lo que vivió. No sabemos si la propuesta del magistrado Duberlí Rodríguez (aquella que buscaba absolverlo de manera póstuma) prosperará algún día, por lo que el recordar a este afroperuano perjudicado por la justicia y la sociedad limeña en general se convierte casi en un deber cívico por ser una célebre víctima de la Lima de antaño, la Lima de la tradición, de la jarana, el tundete, el pregón y al mismo tiempo, la Lima del prejuicio, el morbo, el racismo, el engaño, la discriminación, acción que un día de 1954 decidió enfocar toda su capacidad para desdeñar, marginar y destruir en una sola persona que recibió sin misericordia un repudio que no se merecía, pero que iba acorde con estándares que hoy, en pleno siglo XXI, siguen merodeando nuestras mentes y que en ese tiempo imperaban en el sentir de los habitantes de esa Lima doble cara que pese a todas las “cualidades” mencionadas, seguía afirmando ser más bella que París.

 



Referencias